Informar desde Guantánamo
Noche apacible de luna llena junto al mar Caribe. Las hélices del bimotor llevan ya un rato en marcha, esperándome sobre la pista. Si pudiéramos silenciar el ronroneo del avión con un mando a distancia, escucharíamos sólo el cricrí de los grillos y las olas que bañan los arrecifes de Guantánamo. Dos aviadores del ejército de EEUU esperan en la cabina del pequeño avión para llevarnos en dos horas y media a territorio estadounidense. Y yo estoy retrasando la salida del vuelo.
En realidad el retraso no es culpa mía. Un grupo de militares adscritos a lo que en jerga castrense se llama OPSEC (Seguridad Operacional, un eufemismo que utilizan los censores seguramente para hacer su tarea más llevadera) se ha pasado más de dos horas intentando borrar gran parte de las imágenes que he grabado en el penal de Guantánamo durante los dos últimos días. "Aquí se ve la cara del guardia. Delete". "Ahí al fondo, en lo alto de esa montaña hay un búnker. Delete". "Los molinos de viento y la planta desalinizadora no pueden aparecer. Delete". Pero la sargento de Tennessee encargada de recortar mis imágenes está teniendo serios problemas con su ordenador. Todo el minucioso trabajo de censura en el que ha estado empeñada durante dos horas se le acaba de ir al carajo. Hay que volver a empezar.
Llega un oficial de rango superior con cara de pocos amigos. El avión tiene que despegar ya. "Tendremos que quedarnos con todo el material. Ya le haremos llegar las imágenes editadas", me dice sin opción a respuesta. Los oficiales del ejército no suelen esperar respuestas. Pero yo respondo con el debido respeto que me niego a abandonar la base militar sin mi trabajo. "Si decide quedarse en Guantánamo, no podrá salir de aquí en varios días; no tenemos vuelos previstos en una semana", me dice, desafiante. Le contesto que estoy dispuesto a quedarme el tiempo que haga falta. El oficial saca un teléfono del bolsillo de su uniforme y marca cuatro cifras. "¡Señor, sí, Señor!", termina su breve conversación. Ahora dice que el avión puede esperar. La prioridad es borrar las imágenes comprometedoras. Así que la sargento de Tennessee vuelve a empezar, esta vez acompañada de otro soldado más hábil en cuestiones informáticas.

Hace poco me preguntaban qué es lo que más me ha impresionado de mi viaje a la Bahía de Guantánamo. Lo que más, sin duda, es la asfixia informativa, digna de los viajes organizados a Pyongyang, bajo la que se trabaja en el centro de detención. El teniente de Nebraska que me dio la bienvenida a la llegada no se ha despegado de mí durante las horas que he pasado en las instalaciones militares. Dormía en la habitación de al lado y hasta me invitó a salir a correr con él por las carreteras de la base a las 04:30 horas de la madrugada, antes del amanecer. Junto al teniente, un equipo de soldados jóvenes, amables y exageradamente simpáticos tiene como único objetivo convencer a los periodistas de que Guantánamo ya no es lo que era, si algún día lo fue. "Aquí no hubo torturas", nos llegó a decir Peter J. Clarke, el almirante al cargo de las tropas que custodian los campos de detención. A continuación confesó no haberse leído el informe del Comité de Inteligencia del Senado de EEUU publicado en 2014 y en el que se detallan esas torturas junto a otras violaciones de derechos humanos.
El alguacil de la prisión, el coronel David Heath, nos puso el ejemplo de un recluso que se negó a que lo trasladaran a un país desconocido, como las autoridades estadounidenses están haciendo con algunos de ellos. "Para que luego digan que aquí tratamos mal a la gente, ese hombre prefirió quedarse con nosotros", soltó Heath con una medio sonrisa. No acerté a adivinar si había ironía en sus palabras. Me temo que no.
"Al contrario de lo que piensa la gente, bajo el gobierno de Obama hay mucha menos transparencia informativa", nos dice en las oficinas del Centro de Derechos Constitucionales de Nueva York el abogado Wells Dixon. Antes por lo menos se daban a conocer algunos datos básicos, como el número de detenidos en huelga de hambre, pero ahora el nubarrón que cubre lo que pasa entre las alambradas de Guantánamo es todavía más impenetrable.
Cuando los censores terminan al fin su trabajo, bien entrada la noche, el bimotor despega sobre el mar plateado, iluminado por la luna llena. Dejamos atrás la isla de Cuba y sobrevolamos el archipiélago de las Bahamas rumbo a Florida. Los pilotos vestidos con mono caqui no se han dignado a mirar a quién transportan. Quizás sea la costumbre. Quizás sean los mismos que trajeron a través del Océano Atlántico a aquellos "combatientes enemigos" capturados en Afganistán. Igual que otro piloto estadounidense, Gerald Lester Murphy, sesenta años antes, llevó al vasco Jesús Galíndez hacia la tortura y la muerte en la República Dominicana de Trujillo, sobrevolando estas mismas islas. Pero esa es otra historia, como tantas otras, sobre el patio trasero de la mayor democracia del planeta.
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